jueves, 2 de junio de 2011

Fotos de Puritanos y Liberales


Puritanos.






Liberales.


LA UNIÓN LIBERAL.

El liberalismo conservador de los puritanos fue una llamada a la sensatez, a la tolerancia y un caso excepcional de responsabilidad intelectual. En definitiva su óptica política planteaba una nueva visión de las relaciones entre el poder y la sociedad que suponía un desafío al viejo liberalismo demoledor de los exaltados y al no menos agotado liberalismo autoritario de los moderados desengañados. Durante las Cortes de la década narvaísta (1844-1854), de las que habían sido excluidos los progresistas, los puritanos representaron la oposición a los distintos gabinetes moderados. Criticaron el pretorianismo, denunciaron la represión, reclamaron la intervención de las Cortes en decisiones tan importantes como las "bodas reales", y siguieron realizando una pedagogía del respeto a la legalidad. Ampliar las bases del régimen, reconocer derechos a todos los que acepten lealmente la Constitución, lograr la alternancia pacífica en el poder, esta era la estrategia de "unión liberal" que oponían al exclusivismo de los moderados y de los progresistas.
Tras varios años de oposición "liberal conservadora" en el Parlamento y en la prensa, los puritanos llegaron al poder en 1847, en el preciso momento en que se desencadenaba una de las crisis más graves del sistema liberal en toda Europa. No es éste el lugar de describir las vicisitudes del gabinete Pacheco y del posterior gabinete de José de Salamanca, baste decir que la experiencia puritana en el poder fue un fracaso histórico. No podía ser de otro modo. Un discurso que apelaba a la coherencia, que pretendía ir más allá del afán partidista, más allá de la pasión política, es muy valioso para el análisis histórico pero escasamente eficaz para la realidad sociopolítica de la época. Los puritanos habían surgido como reacción contra el pretorianismo político, y su proyecto era precisamente la alternativa al gobierno de los espadones, pero en la realidad sociopolítica de mediados del siglo XIX esto era completamente inviable. Fue necesaria la presencia de un tercer general prestigioso y respetado, Leopoldo O'Donnell, para que la estrategia de "unión liberal" llegara a realizarse.
Leopoldo O'Donnell era descendiente de una familia de desterrados irlandeses de hondas raíces realistas. Su padre y su tío, el conde de la Bisbal, habían intervenido en las sucesivas restauraciones absolutistas de Fernando VII y eran temidos como auténticos azotes de los liberales. Sin embargo en 1833 el joven capitán O'Donnell, quebrantando la tradición familiar, ofreció su espada a Isabel II en el momento en que la victoria parecía más propicia a las armas carlistas. Durante la guerra civil ganó los entorchados de teniente general y una reputación de valentía y arrojo sólo superada por Diego de León. Durante la fase final de la guerra sus victorias sobre Cabrera le fue reconocida con el título de conde de Lucena. En 1840, cuando Espartero expulsó a María Cristina, O'Donnell fue uno de los generales que acudieron a ofrecer su espada a la ex-regente. De ese momento data su amistad con los puritanos, que en 1841 publicaron una elogiosa biografía del joven general en la revista El Conservador. Obligado a exiliarse durante la dictadura ayacucha, formó parte de las logias masónicas que conspiraron contra Espartero. Tras la victoria de la coalición antiesparterista en 1843 no quiso hacerle sombra a Narváez y pidió la capitanía general de Cuba donde permaneció hasta 1848. A su regreso a España, se rodeó de sus antiguos amigos puritanos: Antonio Ríos Rosas, el marqués de Casa Armijo y su secretario, que había comenzado su carrera política de la mano de Serafín Estébanez Calderón y de Joaquín Francisco Pacheco, el joven Antonio Cánovas del Castillo.
Durante las campañas contra Bravo Murillo, el papel político de O'Donnell ya estaba claramente definido: ausente Narváez, desterrado por el gobierno, la dirección de la oposición liberal conservadora quedaba en sus manos. Él fue quien encauzó la oposición en el Senado a los cuatro últimos gobiernos antes de la Vicalvarada, y fue él también el que fomentó los comités parlamentarios que combatieron sin descanso a Bravo Murillo y al conde de San Luis y sus "polacos".
La Unión Liberal como partido organizado fue creada durante el bienio a fin de hacer frente a la nueva situación surgida de la revolución de julio. Nido y Segalera, cronista oficial de las Cortes desde 1854 a 1858 así lo afirma: "El bienio progresista, fue más que otra cosa, el período que preparó el triunfo del partido puritano... De esas Cortes salió un nuevo partido, que teniendo sus orígenes en los puritanos de 1844, se llamó "Unión Liberal". La Unión Liberal se anunció formalmente al pueblo español en septiembre de 1854, como un arreglo provisional que diera satisfacción al clamor popular por un partido liberal unido y reconciliado. O'Donnell era llamado de nuevo al poder en 1858, para abrir uno de los períodos más pacíficos y fructíferos de la historia del XIX: el parlamento largo de O'Donnell (1858-1863). Su legislación económica y financiera, que recogía parte de las propuestas progresistas que no se pudieron realizar durante el bienio progresista por los desórdenes sociales promovidos por la milicia, dio espléndidos resultados: la desamortización de Madoz, la construcción de la red de ferrocarriles, la ley de bancos y sociedades de crédito, etc. En definitiva: la atención prioritaria del Estado a los intereses materiales, dejando atrás las luchas políticas estériles, todo lo que habían soñado los puritanos desde el fin de la primera guerra carlista, era ahora, por fin, una realidad. La prosperidad y la estabilidad del lustro unionista fue un adelanto de lo que iba a ser en el futuro la Restauración canovista. La Unión Liberal ya no era, como los antiguos puritanos, un grupúsculo de amigos que cabían en un sofá, sino un partido que agrupaba a los elementos más notables y dinámicos de la sociedad española. Las transacciones, la visión consensual de la política eran ya indispensables para asegurar la armonía y la estabilidad del gobierno.
En la España de Isabel II, la Unión Liberal representó el intento más decidido de lograr una institucionalización del liberalismo. El Estado estaba virtualmente paralizado por la descomposición y la intransigencia de los partidos políticos. La Unión Liberal, surgió como un lugar de encuentro entre progresistas y moderados que permitió la remodelación de las fuerzas políticas de acuerdo con las necesidades de la sociedad.
La historia de los gobiernos posteriores es la de los sepultureros de la Monarquía Isabelina: Narváez, Miraflores, González Bravo, empujaron de nuevo a los progresistas al retraimiento. El exclusivismo y la intolerancia, la incapacidad de admitir la mera existencia del adversario, llevó a una nueva parálisis política y social a la que únicamente la Revolución de 1868 pudo poner fin, pero para conducir al país a la anarquía más absoluta durante el Sexenio revolucionario.
El fracaso coyuntural de la Unión Liberal fue el fracaso del régimen isabelino, pero el objetivo se cumplió de alguna manera porque de sus filas salieron los políticos y la cultura política que hicieron posible la Restauración canovista. La Unión Liberal, y no los decrépitos partidos históricos (moderados y progresistas), daría a luz a las fuerzas políticas del futuro.

LOS "PURITANOS".

La formulación y la difusión de esta estrategia de "unión liberal" fue la gran aportación de los puritanos, que habían contribuido decisivamente a la liquidación la dictadura ayacucha en 1843 y que habían protestado enérgicamente en 1845 contra la reforma moderada de la Constitución. Su coherencia estaba más que probada y su prestigio moral e intelectual ante la opinión era formidable. Todas las estrategias creadas por las distintas familias del moderantismo isabelino fueron fracasando una tras otra: los intentos patrocinados por Jaime Balmes y los "vilumistas" (por el marqués de Viluma) de unirse a los carlistas, los intentos dictatoriales de Narváez justificados por Donoso Cortés, los intentos anticonstitucionales de Bravo Murillo... Todas estas tendencias políticas desaparecieron sin dejar rastro en la política española. Únicamente la estrategia de "unión liberal" creada por los puritanos, demostró ser una fuerza decisiva en la historia española. Esta fue la estrategia que finalmente triunfó con la Restauración canovista, cuando los liberales españoles encontraron la vía de la alternancia pacífica y cerraron el ciclo exclusivista iniciado en 1834.
El apelativo de "puritanos" que recibieron estos primeros políticos centristas españoles, significaba bien lo que querían: pureza en la Administración, respeto a las leyes establecidas, orden y el comienzo de una política liberal que dulcificara los rigores de las pasadas violencias, y que, sin apartarse de las doctrinas conservadoras llevase adelante la obra de progreso que representaba el trono de Isabel II. "Prejuicios de puritanos", habían exclamado sus enemigos políticos moderados ante el carácter no conformista de su crítica y sus protestas contra el camino intransigente y antiliberal que mantenía el moderantismo bajo la dirección de Narváez. Su lema político era la "estricta legalidad, el respeto a las leyes". La disidencia puritana tenía mucho de mentalidad jurídica, de purismo jurídico. "Las leyes son santas", había exclamado Pastor Díaz en el Congreso. Los puritanos defendían la integridad de la perspectiva legal ("gobernar con las leyes") y el derecho como garantía de racionalidad frente al controvertido campo de las luchas políticas basadas en la fuerza. Para Díez del Corral y Tomás y Valiente, su obra significó el arribo del punto de vista jurisprudencial a la cultura política.
Se trataba de "conservadores"; ellos mismos proponen el término de "liberal-conservadores" frente al ya gastado de "moderados". Este concepto político hay que entenderlo correctamente: se trata de una doctrina política -nueva en aquellos momentos- que se proponía la gestión de una sociedad postrevolucionaria. No se trataba de ninguna propensión al inmovilismo político, al mero mantenimiento del "orden" o una negación explícita de la revolución. Al contrario, su proyecto político implicaba la realización plena de la revolución, su resolución en instituciones pacíficas, la creación de un orden regular y duradero que pusiera fin a los dilemas exclusivistas que desgarraban la sociedad.
El modelo de conservador diseñado por los puritanos no se opone al revolucionario, pero sí al radical, al exaltado, al extremista. Comprendieron que la vida política es justamente lograr el consentimiento y superar la conflictividad, teniendo como espacio común de convivencia el sometimiento a las leyes. La denominación de puritanos tenía además otra resonancia moral que surgió en el teatro romántico. Y es que en 1836 se había estrenado con gran éxito la ópera I Puritani, de Bellini, en el Teatro de la Cruz. A los liberales les encantaba la arrogancia y la pose de honorabilidad incorruptible. Los puritanos hacían de la honradez y la virtud el valor superior de la política, algo más valioso que la ciencia o la inteligencia.
Los puritanos fueron los iniciadores de una nueva reflexión sobre la política moderna y de una nueva forma de concebir la acción política que supone, a nuestro entender, el legado más valioso del conservadurismo español del siglo xix. Fueron por igual hombres de acción y hombres de pensamiento. Pacheco destacó con sus Cursos de Derecho Constitucional en la cátedra del Ateneo, y Nicomedes Pastor Díaz, rector de la Universidad de Madrid, destacó por sus numerosos ensayos políticos y artículos periodísticos. Buena parte de las ideas que hicieron posible el equilibrio político de la Restauración en 1875 estaban en sus obras. Cánovas dijo de Pastor Díaz: "El ensayo político que él hizo bien puede recomendarse en confianza. Tal vez no se haya hecho otro más feliz todavía".
En su primer Manifiesto electoral de 1839 Pastor Díaz expresaba el sentimiento de tener por delante una tarea inmensa que cumplir: "Construir un Estado nuevo después de que el antiguo fuera destruido por la revolución y la guerra civil". Para dominar ese caos era necesario una nueva visión de la política. Los antiguos liberales les habían enseñado a discutir y a criticar. Ahora se trata de fundar, de construir. Para esa tarea había que rechazar las consignas fijas, la política de catecismo. Había que superar las exclusiones y ampliar las bases de participación del régimen. El "orden", principal objetivo conservador, no podía venir del retroceso a las formas despóticas ya superadas por la revolución. Sólo por el respeto a las leyes, por medio del "juego limpio", por la estrategia del consenso se podría fundar, garantizar la duración, estabilizar el nuevo gobierno representativo. Víctor Hugo, el gran maestro de la generación romántica había exclamado: "Todos los sistemas son falsos, sólo el genio es verdadero". Es decir, la ilusión de los sistemas es nefasta, como lo es la ilusión de que la sociedad pueda reformarse por decreto. El nuevo liberalismo centrista era deudor de esta máxima romántica. "Cuando un principio", escribía Pastor Díaz, "o un sistema político, sea el que sea, intenta el dominio absoluto de la sociedad, encuentra siempre una resistencia que sale a oponérsele desde los más profundos senos vitales de la sociedad. El crecimiento, el progreso, nunca se da cuando una idea o un sistema o un grupo prevalece sobre los demás, sino cuando todos compiten respetando las reglas del juego limpio". Era la aceptación del pluralismo como elemento clave de la nueva sociedad postrevolucionaria.
La reflexión puritana sobre el arte de gobernar tomó el aspecto de una redefinición de las relaciones entre la sociedad y el poder político. La administración no puede ser una simple máquina al servicio de la voluntad de los partidos. El orden social debe considerarse según un modelo biológico (orgánico) no mecánico. La Revolución aparece como la culminación de un largo proceso de crecimiento histórico cuyas raíces se hunden en la formación misma de la sociedad; los verdaderos derechos humanos no son los postulados metafísicos y abstractos de los revolucionarios o de los filósofos, sino los que han ido apareciendo históricamente: las libertades, la legitimidad, la magistratura, la administración, las capacidades, algo que a un inglés le parecería obvio pero que no lo era ni mucho menos para los entusiastas españoles de la revolución o de la reacción. Ya no bastaba batirse por principios o por dogmas (los derechos inalienables del Trono contra la soberanía popular) por muy excelentes que fuesen. Hacía falta traducirlos y concretarlos, establecer instituciones viables, discutir el modo del escrutinio, el régimen de la prensa, el papel del parlamento, en definitiva dar un contenido a las ideas del gobierno. Lo que les movilizaba eran las cuestiones de tecnología política, antes que las de filosofía política; era la eficacia del sistema de regulación y de garantías lo que les interesaba prioritariamente.
Desde los tiempos de Andrés Borrego en El Correo Nacional habían comprendido que la clave del gobierno de la sociedad moderna estaba precisamente en "convencer" a la gente. El régimen moderno debía ser un régimen de opinión, nunca de fuerza. Los intereses y las opiniones existen por su cuenta, son una nueva forma de identidad colectiva. Los movimientos públicos, los hechos sociales existen de por sí, no se puede luchar contra ellos. Hay que conocerlos y vivir con ellos. Los nuevos medios de tratar con la sociedad deben ser "interiores", en oposición a las viejas técnicas políticas "exteriores" que corresponden a la vieja sociedad. El poder no puede ser más una instancia separada que organiza y estructura la sociedad, porque entonces sería el soporte de una dominación. En la sociedad moderna, marcada por la libertad y la igualdad, el poder y la sociedad deben ser un mismo ser. En palabras de Pastor Díaz: "Una constitución no puede dar como resultado un trastorno de la sociedad, las leyes dictadas por los poderes legales no pueden saltarse las vallas de la sociedad misma que esos poderes representan".
Las relaciones entre el gobierno y la oposición deben cambiar radicalmente de sentido. El ejercicio del poder no reside en la posesión de instrumentos administrativos sino en aprender a apoderarse de la opinión pública, a estar atento a la dinámica social e insertarse en ella. La oposición puede y debe ejercer un gobierno moral. Es, de hecho, el gobierno de los sectores sociales que desaprueban el sistema que gobierna y aspiran a cambiarlo. Ya en 1841, Pacheco había clamado contra la pena de muerte por motivos políticos. Todo el discurso político puritano es un intento, más de una vez desesperado, por hacer entender a los gobiernos que la oposición, mientras respete la ley, mientras cumpla las condiciones de legalidad, moralidad y capacidad política, debe ser igualmente respetada y debe tener un papel activo en el sistema.
El sistema político ha de ser plural porque la sociedad es plural. El poder no crea la sociedad, la encuentra. Esta afirmación de que el Estado no es más que un producto de la sociedad y que por tanto no puede saltarse las vallas de la sociedad misma, es una garantía contra los legisladores voluntaristas y los partidarios de los dogmas. El terror revolucionario y el reaccionario son hijos por igual del artificialismo político, de los especuladores. Las leyes no hacen más que registrar y traducir un estado social y moral determinado. No pueden instituir nada que no exista ya. Este concepto clave de "la legitimidad de lo existente" fue usado por Pastor Díaz y Pacheco una y otra vez en su práctica parlamentaria. Así, en la discusión sobre la devolución de los bienes del clero que se suscitó durante la década moderada, aun reconociendo que la desamortización fue injusta en principio, aprovechó para defender la aceptación de los hechos consumados y para criticar la desesperante práctica de deshacer lo que el gobierno anterior había hecho. Los conservadores no se oponen a los cambios si éstos se producen por la vía legítima, son netamente distintos de los reaccionarios capaces de incumplir la legalidad y reaccionar violentamente para evitar cualquier cambio.

Puritanos-Liberales

                                          HISTORIA

El siglo XIX no conoció la distinción entre izquierdas y derechas, pero se vio desgarrado por la diferencia no menos cainita entre moderados y exaltados. Esta última es una discriminación que tiene muy poco que ver con las ideas profesadas, se refiere a su radicalización y a las diversas estrategias para hacerlas valer en la práctica. Esto fue así porque desde Waterloo hasta la Gran Guerra, ninguna teoría política arraigó con tanta fuerza como el liberalismo. Todos los europeos con formación política coincidían en las nociones básicas de ciudadanía, tolerancia religiosa, sufragio, parlamentarismo, etc. Pero diferían en su alcance y oportunidad. El Estado español contemporáneo se creó sobre las ideas de libertad política y de igualdad civil.
Sin embargo el liberalismo estaba muy lejos de ser una teoría política homogénea. En la España del siglo XIX coexistieron y combatieron entre sí dos tradiciones muy diferentes: la "vieja política" estaba representada por la primera generación de liberales españoles: los doceañistas, que provenían de una tradición especulativa y racionalista, tendente a la construcción de utopías. Habían formulado sus teorías traduciendo sistemas filosóficos y, en oposición al absolutismo, no se habían enfrentado a la realidad práctica del poder. Cuando lo hicieron durante el Trienio, lograron que en poco tiempo el pueblo español les diera la espalda por su radicalismo dogmático. Su modelo era la "Gran Revolución Francesa" de 1789 y su dogma político, la "soberanía popular". La "nueva política" estaba representada por los ideales de una generación surgida a mediados de los años treinta, cuando la muerte de Fernando VII abrió definitivamente el paso de un régimen absolutista a un régimen constitucional. Era la generación romántica, que no había conocido el exilio ni la persecución, y que por lo tanto tenía menos agravios y resentimientos acumulados. Frente al liberalismo demoledor de los doceañistas, ellos fueron los encargados de construir un liberalismo conservador. Un liberalismo de base empirista y pragmática, no especulativo ni sistemático, basado en la interpretación de la tradición y de las instituciones que habían crecido históricamente. Eran luchadores de doble frente, su objetivo era evitar que el nuevo gobierno representativo que nacía en medio de una guerra civil contra el absolutismo, derivara en anarquía o en tiranía, eran hombres del "justo medio".